La reciente apertura de los cielos sobre Madrid ha transformado la percepción de la capital, mostrando una primavera vibrante y fecunda después de meses de lluvias incesantes. Este fenómeno ha despertado el interés de los madrileños hacia el Manzanares, un río que, a pesar de su modestia y discreción, ha recibido miradas curiosas y el deseo de ser redescubierto. Con un caudal en plena crecida, los ciudadanos se acercan a sus orillas, capturando con sus cámaras la belleza de esta imagen poco común.
El Manzanares, a menudo comparado de manera desfavorable con grandes ríos europeos como el Danubio, ha sido objeto de desdén. No atraviesa el corazón de la ciudad, como lo hace su homólogo en Viena, y su historia está marcada por el sarcasmo de poetas y pensadores. Quevedo, con su ingenio, lo describió como un «aprendiz de río», mientras que el emperador Rodolfo II, en un tono igualmente jocoso, bromeó sobre la posibilidad de navegarlo… a caballo. Rafael Alberti también se unió a este coro de voces que comparten un sentimiento de condescendencia hacia un río que pocas veces ha podido brillar en la narrativa metropolitana.
A pesar de que la expansión urbana, los puentes y la reforma de la M30 han desplazado la memoria histórica del Manzanares, es innegable que la labor del pasado alcalde Gallardón ha contribuido a su rejuvenecimiento. El proyecto de Madrid Río se ha consolidado como un espacio de esparcimiento que, lejos de ser una playa urbana, ha fomentado la conexión entre el deporte y la naturaleza. Madrid y el Manzanares parecen, juntos, resistir ante la vorágine de un progreso que a menudo los marginó. La reciente crecida ha permitido a los madrileños sentirse orgullosos de la belleza que ofrece el río, aunque esta se manifiesta en un estado más decorativo que esencial.
Sin embargo, en la vida cotidiana de la ciudad, el verdadero río que la recorre es el Paseo de la Castellana, un arteria urbana que, aunque no lleva agua, sí vertebra la urbe de norte a sur. Al igual que un río, permite la conexión entre los símbolos de Madrid, desde el Santiago Bernabéu hasta el Museo del Prado. A menudo se cruzan sus alas por puentes que, a pesar de su función, añaden una distancia psicológica entre las orillas, marcando una separación casi tangible entre los barrios.
Con esta renovación de interés por el Manzanares, tras las semanas de lluvias, la ciudad parece rendir homenaje a un río que ha sido testigo de su historia. Los madrileños, en un acto de redescubrimiento y celebración, han comenzado a integrar su cauce en sus rutinas, acompañando a runners, ciclistas y a sus mascotas en un recorrido que, aunque modesto, es un símbolo de la resistencia y la adaptabilidad de Madrid frente al tiempo y la transformación.